5.-2009 por Javier Villajer

Recuerdo que siempre pensé que a mi nunca me pasaría algo así, que nunca pensaría que nada merece la pena, que nunca caería tan bajo, que nunca me sentiría tan abajo. Y mírame, ya no puedo ni alzar la cabeza para ver lo que hay a dos palmos de mí, me he quedado ciego y me da exactamente igual.

Hay cosas para las que no nos enseñan. No nos enseñan a ver caer los pilares que nos sostienen. No nos enseña a tratar con la depresión, con la enfermedad, con la pesadumbre. Nos enseñan a sumar, a restar, incluso a saber porque el aire caliente asciende y las estrellas se encuentran a millones de años luz. Pero no nos enseñan a sentirnos lejos de todo el mundo, como esas estrellas. Ni nos enseñan que la furia, el dolor, el saber que has cometido el mayor error de tu vida (porque lo sabes, querida, sabes que has cometido el mayor error de toda tu puta vida) asciende ardiendo por la garganta y explota en frases que no quieres decir, en gestos que no quieres hacer, en esos miles de gestos que me han hecho quedarme ciego.

Todavía recuerdo lo incomodo que me sentía a tu lado. Me  recuerdo obsesionado por como el beso que acabas de darme en la mejilla, ardía. Obsesionado porque sentía que todo el mundo lo miraba. Todo el mundo miraba la impresión de fuego de tus labios en mi mejilla, la marca del desden, del ya no te quiero, un beso solo de cortesía. Todo el mundo lo miraba, lo lamentaba, lo compadecían.

Y luego llegaba a mi casa y olía a enfermedad por cada esquina, la comida sabia a enfermedad, de la comisura caída de sus labios colgaba la enfermedad y yo no sabia que hacer, donde meterme, donde resguardarme.

Me quedaba mirándome en el espejo pensando quien era ese inútil incapaz de luchar contra la vida, como mi padre luchaba contra la muerte.

Fotografía: Julia García